Dice Manolo García que él busca la poesía de los días, como lo hacemos muchos de nosotros sin caer en la cuenta. Y sí.
Parada de autobús, cinco bolsas repletas de tomates, leche, huevos y pescado.
17 h. sol, a plomo. Me siento. En el asiento contiguo descansa una mujer hermosa; azabache vestido de blanco. Ella también tiene a sus pies las bolsas con el logotipo del supermercado. Y asoma el pan, los puerros, las galletas para el desayuno y el colacao. De pronto, sin avisar, sin ningún indicio que me advierta, pregunta. ¿Tiene hijos? La miro, mientras niego. Y sigo su mirada que se va detrás de un jovencito con gorra y bermudas que pasea tranquilo, mientras se come un inmenso helado de nata, en la acera de enfrente. Qué distinto de mi otro hijo, el mayor. Este es tan tranquilo… Y qué hago. Le llevé al médico, porque sufre de dolores terribles de cabeza y le hablé de su actitud, de su pasmosa actitud. Y qué hago. Qué hago si él es así y no se altera y acaba de marcharse el autobús y tendremos que esperar veinte minutos. Qué difícil es educar a los hijos. Asiento, con media sonrisa, expectante ante la reacción de la madre cuando el niño llega, al fin, a la parada. Hijo, se marchó el autobús. El hijo asiente. Así que (con infinita dulzura) tenemos que esperar a que pase el otro, veinte minutos, hijo (el hijo se encoge de hombros y se sienta, la atención puesta en la nata). Ella suspira y me sonríe, yo sonrío y muevo la cabeza.
17 y 10. Subo a mi autobús con mis bolsas y el sol que me calienta la espalda. Me acomodo en un asiento de ventanilla, tranquila al fin, se está bien, hace fresquito. En la parada siguiente, suben dos ancianos. Ella lleva bastón y se mueve despacio. El conductor mira a la pareja con ternura y, con un desparpajo admirable, dice: Señora, agárrese a su marido con fuerza, acuérdese de como lo hacía cuando tenía 18 años.
Parada de autobús, cinco bolsas repletas de tomates, leche, huevos y pescado.
17 h. sol, a plomo. Me siento. En el asiento contiguo descansa una mujer hermosa; azabache vestido de blanco. Ella también tiene a sus pies las bolsas con el logotipo del supermercado. Y asoma el pan, los puerros, las galletas para el desayuno y el colacao. De pronto, sin avisar, sin ningún indicio que me advierta, pregunta. ¿Tiene hijos? La miro, mientras niego. Y sigo su mirada que se va detrás de un jovencito con gorra y bermudas que pasea tranquilo, mientras se come un inmenso helado de nata, en la acera de enfrente. Qué distinto de mi otro hijo, el mayor. Este es tan tranquilo… Y qué hago. Le llevé al médico, porque sufre de dolores terribles de cabeza y le hablé de su actitud, de su pasmosa actitud. Y qué hago. Qué hago si él es así y no se altera y acaba de marcharse el autobús y tendremos que esperar veinte minutos. Qué difícil es educar a los hijos. Asiento, con media sonrisa, expectante ante la reacción de la madre cuando el niño llega, al fin, a la parada. Hijo, se marchó el autobús. El hijo asiente. Así que (con infinita dulzura) tenemos que esperar a que pase el otro, veinte minutos, hijo (el hijo se encoge de hombros y se sienta, la atención puesta en la nata). Ella suspira y me sonríe, yo sonrío y muevo la cabeza.
17 y 10. Subo a mi autobús con mis bolsas y el sol que me calienta la espalda. Me acomodo en un asiento de ventanilla, tranquila al fin, se está bien, hace fresquito. En la parada siguiente, suben dos ancianos. Ella lleva bastón y se mueve despacio. El conductor mira a la pareja con ternura y, con un desparpajo admirable, dice: Señora, agárrese a su marido con fuerza, acuérdese de como lo hacía cuando tenía 18 años.
La poesía de los días.
Comentarios
Amos, no.
Que mubonito, sí. De verdad.
Yo.
bueno, no sé yo. La verdad es que la madre era muy dulce y muy guapa, una mujer grande, grande...
jajajaja
beso
Cecilia
ella era infinitamente más dulce que yo...
Un abrazo
¿Y para qué engañarnos? Así es la poesía de lo cotidiano; la extraña poesía de las cosas vulgares (que diría Baroja)